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Berk´s

Oido en la Barra

La Ciudad

La Ciudad

- ¿Cuándo me vais a aclarar los motivos de mi traslado? - Preguntó con cierta urgencia.
- Tranquilo, todo a su debido tiempo. Total, vas a estar aquí bastante tiempo. - Le contestó su anfitrión con una sonrisa eterna en su boca.

Ambos se adentraron en el centro de control de la Ciudad al tiempo que el anfitrión le iba comentando aspectos relevantes de su nuevo hogar salpicados con jugosas anécdotas, algunas referidas a personajes muy conocidos.

- Bien, John, ¿qué te va pareciendo lo que vas viendo?
- No está mal, nada mal. - Contestó al tiempo que su cabeza afirmaba.
- En realidad no deja de ser como cualquier otra ciudad. Tenemos nuestros barrios más ricos, con sus parcelas señoriales, habitadas generación tras generación por las mismas familias. Y también tenemos las zonas más modestas, con sus adosados... Lo que viene siendo una ciudad en toda regla. - Bromeó el anfitrión de la sempiterna sonrisa.
- Ya veo. - Dijo John, sólo por no estar callado. - ¿Y yo voy a estar a cargo de este centro de control? - Preguntó señalando las pantallas que tenía enfrente.
- Oh, no. Nada de eso. Sólo te he traído aquí para que tuvieras una visión más de conjunto de la Ciudad.
- ¿Entonces?
- Bueno, John, en realidad te han trasladado aquí para que descanses. No vas a trabajar nunca más.
- ¡Vaya! - Dijo cargado de entusiasmo. - ¡Esto si que es una sorpresa!
- Me alegra que te lo tomes así, no todo el mundo lo hace. Ven, te voy a enseñar una de las zonas ajardinadas, cerca de tu casa por cierto.
- ¿Voy a vivir cerca de un parque?
- De un bosque, casi.
- Joder, ¿qué mas se puede pedir? - Los ojos estaban rebosantes de emoción, como los de un niño en un parque de atracciones.
- Ese es el espíritu, si señor...
- ¿Cómo dices que se llama esta ciudad? ¿Campo... qué?
- No, bueno, algunos la llaman camposanto, pero nosotros preferimos llamarla la Ciudad...

Continuaron paseando por la Ciudad eterna en dirección al nuevo hogar de John. Él vestido de blanco, su anfitrión de riguroso negro y con su gélida sonrisa en la boca, con la que había recibido ya a millones de habitantes.

R. c. Berkowsky

Oscuridad

Oscuridad

Había oscuridad. No era una oscuridad absoluta, sino más bien una oscuridad tenue. El tipo de oscuridad que deja a tu vista acostumbrarse a ella. Había unas siluetas que recortaban la oscuridad tenue y que conforme la vista se acostumbraba se les iban dibujando unos rostros. Había más cosas allí, pero una destacaba: había algo que no cuadraba.
Él había sido un hijo de puta. No uno cualquiera. Él había sido el mayor hijo de puta del estado de Michigan. 259 acusaciones de asesinato. Y eso sólo contando los cadáveres que habían sido encontrados en los tres últimos años. Se sospechaba que había dado muerte a más de ochocientas personas en esos tres años. Su modus operandi era no tener un modus operandi. No discriminaba por raza, sexo o religión. En ese aspecto se podía decir que era un demócrata...
Unas ochocientas víctimas de las más variadas e inimaginables, para una persona mentalmente sana, formas de tortura. Leer los resultados de las autopsias era como adentrarse en el más macabro y abominable museo del horror.
Sin embargo eso no le preocupaba. No le habían descubierto aún. Nadie sabía a ciencia cierta quién era y cómo pararle. Había conseguido desconcertar a todas las fuerzas policiales del estado y del país. Ni siquiera los listos de los federales podían hacer su perfil. Sabía qué clase de hijo de puta era y cuál era el castigo que merecía. También sabía que tarde o temprano le pillarían. O incluso había pensado en entregarse en el momento le aburriera todo aquello. En el momento pudiera mas el tumor en forma de arrepentimiento que iba creciendo dentro de él.
Lo que más le preocupaba en esos momentos eran las figuras, las siluetas. Conforme iban perfilándose los rostros su preocupación iba en aumento. Reconocía las caras a la perfección. Nunca las podría olvidar. Soñaba con ellas casi a diario. Con todas ellas. Con las más de ochocientas. Con sus víctimas.
Le preocupaba saberse despierto. Saber que era imposible a todas luces lo que veía. Si fuera un sueño se habría despertado ya. Nunca había llegado a tenerlos tan cerca. Nunca los había oído murmurar, llamarle por su nombre. Eso descartaba el sueño, muy a su pesar.
Los rostros aparecían ya con toda claridad. Con toda la claridad que aquella oscuridad tenue permitía. Y no había odio en las miradas, ni en los gestos. Eran rostros amables, reconfortantes. Rostros que trasmitían paz, perdón.
Deseaba estar durmiendo, pero no podía estar durmiendo. No podía porque aún llevaba la sangre de la última víctima en su ropa y en sus manos. No podía estar durmiendo, porque recordaba perfectamente como se había desecho del cadáver. Cómo había montado en su coche para volver a su casa, para limpiarse y descansar. No podía estar durmiendo porque recordaba aquella luz que le venía de frente. Aquella luz que precedió a la oscuridad tenue...
Las siluetas le rodeaban por completo. Le llevaban en andas. Le susurraban palabras al oído. Palabras que no oía pero que sentía por todo su cuerpo. La oscuridad iba desapareciendo para dar paso a la luz más majestuosa que jamás había visto.
Entonces lo comprendió y una sensación aterradora invadió su cuerpo: no tenía miedo.

Berkowsky

 

P.D. Fotografía cedida por Esquivando